Parisi y la radicalidad del sentido común

El fenómeno electoral de Franco Parisi revela un vacío que la política tradicional no quiso ver: millones de votantes buscan respuestas simples, literales y conectadas con su vida cotidiana.

La última elección presidencial dejó una señal evidente: Franco Parisi no es un accidente electoral ni un voto de protesta pasajero. Con casi un 20% de apoyo —2,5 millones de personas— quedó a un paso de disputar la segunda vuelta. Cuando afirmó que “si las encuestas hubieran medido bien, habría pasado”, muchos lo tomaron como exageración. Sin embargo, su diagnóstico apunta a un hecho incómodo: en Chile, las encuestas hace rato no observan la realidad, la fabrican. Esta vez, fabricaron mal.

Desde el domingo, los analistas intentan explicar su ascenso con etiquetas de siempre: voto antiélite, antipolítico, antipartidos. Categorías cómodas, porque permiten concluir que nada cambió. Pero no explican nada. Parisi no encarna enojo: encarna sentido común, ese que la política tradicional dejó de escuchar.

Mientras la derecha y la izquierda radical compiten por quién habla más fuerte desde los extremos, Parisi se ubicó en el centro emocional del país. No ese centro sociológico tan citado, sino el cotidiano: lo que se toca, lo que preocupa, lo que duele. Su consigna espontánea —“Ni facho ni comunacho”— es más que un eslogan. Es un diagnóstico. Es la frase de un país desconfiado, sin referentes claros y cansado de promesas que nunca llegan. Como diría Bombo Fica: “Sospechosa la wea”.

Parisi no habla como político. No porque sea más profundo, sino porque dejó de hablarle a la élite. Su profundidad es cultural, no académica. Lo refleja la frase que lanzó en el foro minero:

“Ojalá que a los mineros les vaya mejor, ojalá que se compren una camioneta más grande, ojalá que enchulen a la vieja si quieren…”

Para algunos, esto es populismo vulgar. Para millones, es simplemente cómo se conversa en la vida real. Esa distancia —entre el debate televisado y la sobremesa— es donde Parisi gana.

En migración, el contraste también es claro. Mientras otros candidatos afinan matices, Parisi lanza una frase imposible de ignorar:
“Nunca más un extranjero va a estar primero en la línea para casa, colegio, salud, luz y seguridad.”

No habla de fronteras ni de tratados; habla de la fila. Del sentimiento de injusticia. De la idea de que para algunos el esfuerzo rinde menos que para otros. El norte lo votó por eso: por decir lo que la gente comenta fuera de cámaras y que los candidatos tradicionales evitan en cámara.

Sus propuestas siguen la misma lógica. Su promesa de eliminar el IVA a los medicamentos y devolverlo mensualmente no requiere modelos complejos. Es directa, simple, entendible. Eso que la política perdió hace años.

Por eso su programa habla del “país de los olvidados”. Suena cursi, pero funciona: captura una sensación que la élite llama “malestar social”, mientras la vive como una molestia transitoria.

Llamarlo “radical” es un error. Radicales son los que se atrincheran en ideologías fósiles. Parisi no es radical: es literal. Dice lo que piensa. Piensa lo que dice. Y lo dice como habla la gente común. Esa honestidad brusca —a veces incómoda, a veces simplista— es precisamente lo que hoy mueve votos en el mundo.

La verdadera radicalidad del siglo XXI está en expresar lo que el país siente antes de que la élite lo analice. Parisi lo hizo. Y esa capacidad —ni más ni menos— explica sus 2,5 millones de votos y sus catorce diputados.

Isabel Chandía

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