Neurodiversidad, derechos humanos y la urgencia de una respuesta

Yasna Anabalón Directora Magíster Interdisciplinario para el Acompañamiento de Personas Autistas Universidad de Las Américas

La denuncia por agresiones reiteradas a un funcionario con autismo en el Hospital San Borja Arriarán, vuelve a poner a prueba nuestra ética. No son hechos aislados ni bromas pesadas: hay registros audiovisuales de humillaciones y un sumario administrativo en curso. Como país, no podemos naturalizar que una persona deba elegir entre conservar su empleo o preservar su dignidad.

La neurodiversidad, comprendida como una expresión legítima de la condición humana, nos desafía a revisar críticamente las prácticas y culturas que siguen asociando la diferencia con fragilidad o incapacidad. Lo ocurrido evidencia que, más allá de los marcos legales, carecemos de mecanismos efectivos de prevención, denuncia y reparación. El silencio institucional y la ausencia de protocolos inclusivos también son formas de violencia y exigen respuestas que solo pueden construirse desde un abordaje interdisciplinario, donde el derecho, la salud, la psicología y el Trabajo Social, confluyen para generar garantías efectivas. Se trata de transformar estructuras, sensibilizar comunidades y generar políticas públicas que aseguren condiciones de dignidad y respeto para todas las personas neurodivergentes.

Desde el enfoque de neurodiversidad, el punto de partida no es el etiquetaje o diagnóstico, sino el derecho a existir y trabajar sin daño. Las instituciones deben ser, ante todo, lugares seguros: si fallan en proteger a quien trabaja y a quien se atiende en los establecimientos de salud, erosionan la confianza social, degradan su misión y dañan el tejido ético que sostiene la convivencia.

El análisis de este caso requiere una mirada verdaderamente interdisciplinaria. El derecho de entrega, los marcos de protección normativa y de sanción, la psicología y la salud mental, aportan herramientas para la contención y el acompañamiento clínico. La medicina laboral establece criterios de prevención y cuidado en los espacios de trabajo; y el Trabajo Social ofrece una lectura comunitaria que conecta la experiencia individual con estructuras más amplias. Solo a través de esta articulación de saberes es posible construir respuestas que sean integrales, sostenibles y efectivamente transformadoras.

El rol del Trabajo Social es particularmente clave: permite denunciar las vulneraciones, visibilizar el sufrimiento y acompañar procesos de reparación que no se reduzcan a lo penal, sino que aborden el tejido comunitario y familiar que también queda marcado por la violencia. La academia, por su parte, tiene la responsabilidad ética de contribuir con formación crítica y propuestas concretas de política pública que garanticen inclusión y justicia.

Este caso nos recuerda que la dignidad no admite relativizaciones. Como sociedad, debemos reconocer que la diferencia no es amenaza, sino riqueza. El respeto a los derechos humanos de las personas neurodivergentes no puede seguir siendo una aspiración pendiente, sino una urgencia ética que exige voluntad institucional, compromiso ciudadano y trabajo conjunto entre disciplinas.

Isabel Chandía

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