
Vivimos en una sociedad que avanza con pasos firmes hacia la inclusión. En ámbitos como la educación, la salud, el deporte y la cultura, se abren espacios para integrar y atender las diversas realidades de las personas. Sin embargo, no siempre estas buenas intenciones se traducen en acciones concretas.
Por eso resulta tan significativo el anuncio de una marca deportiva que presentó una zapatilla diseñada especialmente para niños y niñas con síndrome de Down, adaptada a sus características morfológicas particulares, muchas veces desatendidas por la industria tradicional.
El pie de un niño con síndrome de Down suele presentar malformaciones congénitas como pie plano, hipotonía muscular, mayor laxitud ligamentosa, acortamiento de los dedos, o alteraciones en el alineamiento del retropié. Estas condiciones afectan directamente la marcha, el equilibrio y la participación en la actividad física, además de incrementar el riesgo de dolor musculoesquelético y caídas.
Más allá de la anécdota comercial, este gesto debe invitarnos a reflexionar: ¿Cuántas barreras invisibles impiden a muchos niños y niñas moverse libremente? En el caso del síndrome de Down, el ejercicio físico no es solo una recomendación: es una necesidad urgente. Y para moverse, correr, jugar o participar en una clase de educación física, el primer paso es disponer de un calzado que no duela, que acompañe y no limite.
Este caso debiera ser replicado por instituciones públicas, equipos de salud y la comunidad en general. Porque no se trata solo de un zapato: se trata de acceso, dignidad, salud y bienestar. Se trata de entender que adaptar no es un favor, sino un derecho. Que cada niño y niña, sin importar sus características, merece las condiciones óptimas para moverse con libertad, desarrollar su potencial y construir una vida activa, saludable e integrada.
Alexis Espinoza, director de Kinesiología UST Santiago.







