Mientras la clase política en dedica horas a debatir una acusación constitucional contra un ministro que ya renunció, el país sigue sin atender los temas que realmente importan. La política chilena se ha vuelto prisionera del corto plazo: reacciona ante la coyuntura, pero ignora los desafíos estructurales que están moldeando el futuro de nuestra sociedad, especialmente el de niñas, niños y jóvenes. Uno de esos problemas urgentes es el uso desmedido de celulares y redes sociales.
No se trata de una cuestión doméstica o privada. Es, en realidad, un grave problema de salud pública y de convivencia. Y cuando la violencia juvenil o el deterioro emocional estallan, fingimos sorpresa.
Las empresas tecnológicas no buscan el bienestar de sus usuarios: su negocio consiste en mantenernos conectados el mayor tiempo posible. Cada segundo frente a la pantalla genera datos y dinero. La economía digital se ha construido sobre la captura de la atención humana, convertida hoy en mercancía. Los algoritmos no promueven la reflexión ni el bienestar, sino la excitación, la ira y la comparación social. Los jóvenes —con un cerebro aún en desarrollo— son las principales víctimas de esta adicción inducida y defendida por un lobby global que resiste cualquier regulación.
Las cifras son alarmantes. En Chile, los jóvenes pasan en promedio más de cuatro horas diarias en redes sociales fuera del horario escolar. Casi un 40% duerme menos de las ocho horas recomendadas, y la falta de sueño afecta la memoria, la concentración y la estabilidad emocional. En paralelo, las consultas de salud mental por ansiedad y depresión juvenil han aumentado entre un 30% y un 50% en la última década. La correlación es demasiado fuerte como para seguir mirando hacia otro lado.
Mientras tanto, otros países ya están actuando. Finlandia restringió el uso de teléfonos en las escuelas y facultó a los docentes para retirarlos durante las clases. Australia estableció una edad mínima de 16 años para abrir cuentas en redes sociales y sanciona a las plataformas que no verifiquen la edad de sus usuarios. En Japón, varios gobiernos locales han limitado el tiempo de uso recreativo y promueven la supervisión parental. En Noruega, los colegios “sin celulares” reportan un 60% menos de consultas psicológicas y mejoras significativas en el rendimiento académico.
En Chile, en cambio, seguimos discutiendo quién grita más fuerte en el Congreso, mientras crece una generación expuesta a una forma silenciosa de deterioro cognitivo y emocional. No se trata de prohibir la tecnología, sino de regularla con responsabilidad, tal como se ha hecho con el tabaco o el alcohol.
Urge una política de Estado que combine al menos cuatro ejes:
-
Regulación escolar: limitar el uso de celulares durante la jornada académica.
-
Educación digital y emocional: tanto en las familias como en las escuelas.
-
Responsabilidad algorítmica y verificación de edad: exigir a las plataformas que protejan a los menores.
-
Monitoreo de salud mental juvenil: con datos abiertos y políticas públicas basadas en evidencia.
Mientras la política chilena siga atrapada en el corto plazo, reaccionando solo ante los temas que generan rabia o miedo, seguiremos postergando lo esencial: proteger la mente y el futuro de nuestras juventudes.
El impacto del uso desmedido de redes y pantallas no es una moda ni una exageración moralista. Es una crisis de salud pública y de convivencia, y cuanto antes lo entendamos, mayores serán nuestras posibilidades de evitar una generación dañada para siempre.
Por Marcelo Trivelli
