
La película protagonizada por John Cusack cumple un cuarto de siglo como una obra de culto para melómanos, coleccionistas y románticos empedernidos. Un retrato generacional que sigue sonando igual de afinado.
Por Beto Arán
En el año 2000, Stephen Frears llevó a la pantalla grande una historia que hablaba directamente al corazón roto y al estante de vinilos: “High Fidelity”, basada en la novela de Nick Hornby, no solo se convirtió en una película de culto sino también en un espejo emocional para quienes aman la música tanto como huyen al compromiso. Hoy, a 25 años de su estreno, el film sigue siendo una pieza referencial del cine indie y una clase magistral, sobre cómo la pasión por la música puede moldear la vida emocional de una persona.
John Cusack interpreta a Rob Gordon, un treintañero dueño de una tienda de discos en Chicago, obsesionado con listas de “top cinco”, con vinilos raros y piezas descatalogadas. De igual modo, con entender por qué fracasa una y otra vez en el amor. La película arranca con una ruptura —la de Rob con Laura (Iben Hjejle)— y a partir de allí se despliega una narración tan ingeniosa como emocional, donde el protagonista se lanza a una revisión autobiográfica de sus relaciones pasadas como si fueran discos rayados.
Vinilos, recuerdos y neurosis
La música en “High Fidelity” no es decorativa: es protagonista. El film no solo está plagado de referencias que van de The Smiths a Stevie Wonder, sino que cada canción elegida cumple un rol emocional o narrativo. De hecho, el soundtrack, se transformó en un clásico por derecho propio. Rob, como buen coleccionista, no solo organiza su colección de discos por orden alfabético o cronológico, sino por “ruptura emocional”, dejando entrever que cada disco guarda un eco de su propia historia personal.
Esa obsesión por el orden y el control en la música contrasta con su torpeza afectiva. Rob representa a toda una generación de hombres sensibles y confundidos, criados entre mixtapes y teorías de amor romántico que nunca terminaron de aprender cómo ser verdaderamente adultos. “High Fidelity” le da voz a ese caos, pero con humor, ternura y una honestidad brutal.
La tienda como templo
Championship Vinyl, la tienda que Rob regenta junto a los excéntricos Dick (Todd Louiso) y Barry (Jack Black, en un papel que lo catapultó a la fama), funciona como santuario del saber melómano y como campo de batalla generacional. Ahí se celebran ridículos debates sobre la mejor canción de apertura, o bien, de un álbum o los artistas más sobrevalorados de todos los tiempos. Pero también se refugian quienes temen al mundo exterior. En muchos sentidos, Rob no solo colecciona discos: colecciona excusas para no crecer.
Frears logra una película profundamente masculina, sin caer en el cinismo o la misoginia. De hecho, Laura, su ex, se muestra como el personaje más maduro y lúcido, y es ella quien obliga a Rob a salir de la cápsula emocional donde vive atrapado. Así, el film equilibra la nostalgia pop con una necesaria reflexión sobre la responsabilidad afectiva.
A 25 años de su estreno, “High Fidelity” ha envejecido con gracia. Su influencia se nota en series, en memes, en listas de reproducción y hasta en la adaptación en formato de serie protagonizada por Zoë Kravitz, que trasladó la historia al presente con perspectiva de género. Totalmente recomendable. Pero nada, humilde opinión, reemplaza la magia de la original: esa mezcla de comedia, drama, melancolía y música que convierte cada escena en una pista de un álbum conceptual sobre crecer y soltar.
Para quienes aman la música, la película sigue siendo una declaración de principios. Una carta de amor a los vinilos, a las listas interminables y, sobre todo, a la posibilidad de redención emocional. Porque, como dice Rob al final, “lo que realmente importa no es lo que te gusta, sino cómo eres”. Y esa sigue siendo una verdad con muy alta fidelidad.








